Veo el cielo desplomarse en diagonal,
en un momento, sin previo aviso,
o con uno equivocado que viene a ser lo mismo,
tormentas eléctricas y lluvia pero en otro sitio,
que así no vale, me lo cuentan bien o me mojo igual.
Veo chispas de plata saltar del asfalto de la calle.
Se elevan y después desaparecen, mueren, o simplemente se van
a otra lluvia, una quizás anunciada.
Un pastel de acero, dorado, albaricoque y bronce.
Si el fin del mundo tiene luz
bien podría ser esta.
Voy de la ventana a la mesa, vuelvo
y lo que era oblicuo se hizo recto,
como si hubiera aprendido lo que se espera de una lluvia formal,
seria, puntual, predecible, de buena familia,
de la que uno pueda protegerse como dios manda.
Ya no hay Caribe ni monzón.
No es el cielo de Birmania o de Borneo.
Llueve derecho.
La mano, más rápida que la vista,
un parpadeo y se ha perdido el truco.
La magia es un instante.
Voy de la ventana a la mesa, vuelvo
y ya no está,
mi lluvia torrencial.
Ahora es civilizada, se puede razonar,
mi lluvia diagonal
se ha vuelto correcta
y permite la correcta posición de los paraguas,
que si no se rompen las varillas
que soportan los pequeños y ridículos toldos
que lleva la gente para no mojarse.
Y ahora el señor y la señora van seguros
y no se agarraran un catarro,
que aunque se mueran de cáncer,
si la lluvia cae recta no estará contaminada,
sin bifenol A, sin ectalatos ni pesticidas,
como dios manda
Solo sé que me gustaba despeinada,
diagonal, subversiva, atropellada.
La desobediencia civil se hizo lluvia
para caer a cántaros
y por un instante
millones y millones de gotas
desafiaron al Amo
y en un acto sublevado mojaron las conciencias,
bajo los estáticos y luctuosos paraguas,
contra todo pronóstico.