Un muerto es un muerto.
Bien es verdad que algunos sólo avistados a vuelo de pájaro lo que en su caso no desmerecía para nada tal razonamiento. Pocos cuerpos tan rotos como éste recuerda.
Alguien con voluntad de retorcer, destripar y desgarrar había imaginado un guión así
para aquel manojo deforme al que cual antigua marioneta le arrancaron el alma, esa que anida en todos los muñecos de madera y los vuelve humanos. Por los intrincados caminos de la memoria se materializó la imagen que vio una mañana desde el balcón de la calle Yehuda Halevi en Ashquelon, una pequeña arroja una triste muñeca descabellada. Como si hubiera vivido una época de lejana gloria ya olvidada entre amarillas cartas de amor, cae en un oxidado contenedor de trastos inútiles, muebles viejos y escombros.
Éstos cubrían parcialmente el cuerpo. El polvo de yeso, cal, cemento, arena y mortero, materiales de construcción testigos de la destrucción. Vaya una paradoja de la palabra pensó pero no dijo ni pío. La muerte lo observaba.
La muerte lo observa todo.
Aquella muerte no era limpia, no se vestía de domingo. Una educada dama de mirada circunspecta que llega puntual a la cita, al sitio donde la esperan… la desean, era imposible vislumbrar en su nefasta figura. No es la muerte piadosa que acaba con la desesperanza que brota del dolor prolongado, del sufrimiento estéril, ni la justa, que aguarda al final del camino al villano que se cree libre de saldar cuentas por sus fechorías. Su rostro no es el del vicio, no arriba tras el exceso. No es una muerte sórdida, ni digna, ni común, ni siquiera estúpida.
Aquella muerte era sucia. En su rostro de esqueleto anidaba el sin sentido, la sinrazón. Dejó que sus pensamientos alzaran un pequeño vuelo para posarse muy cerca, nuevamente absorbidos por la muerte. No hay dignidad en la muerte, no existe la muerte digna, es solo una mentira para los débiles. Quien fuese responsable de un crimen así respondería sólo ante lo más mezquino, lo más abyecto. La pestilencia que a su paso emana no es la podredumbre de una muerte avergonzada a través de siglos y siglos cumpliendo su trabajo, sino la que cubre con un manto de horror a la humanidad toda.
El vuelo que hemos descrito le permitió al cambiar de posición contemplar de cerca el cuerpo entero oculto por un trozo de pared, desde otro ángulo. Era humano y pequeño lo había visto en otras calles barrios y suburbios de la Franja de Gaza.
Las mismas bombas, idénticos aviones, el mismo humo. En fin, la locura de los hombres pensó. Su mente como la de tantas especies no tiene entendimiento para
tamaño descalabro.
La muerte esperó, con la paciencia infinita de quien todo lo ha visto, a que pasara una ambulancia cochambrosa cargada de heridos, con las puertas abiertas para dar más cabida a brazos y piernas a veces unidas a sus dueños, a veces no. Después cruzó la calle con la lentitud de quien no va a ningún sitio.
Unos saltitos le permitieron rodear el cadáver. No quedaba mucho para ver, lo suficiente para darse cuenta de que era una víctima colateral. Un salto más lo situó sobre un hombro del niño y entonces ocurrió un pequeño milagro, comenzó a trinar y ese trino fue tan dulce y armonioso que una leve brisa que por allí pasaba casualmente lo hizo sonar en cada callejuela de Gaza, hasta en la más lejana.
Parece que dicha melodía hace correr más las manos que retiran escombros, los brazos que alzan heridos, las piernas que vuelan a socorrerlos. Los miembros que sostienen cubos de agua se hacen más fuertes y abundan en el empeño. Las miradas dejan el odio para más tarde y buscan una causa urgente en que depositarse.
El llanto vuelve a los ojos, baja por las mejillas cae en un suelo árido y se transforma en piedra y ésta, en alarido.
Un ballet eufórico y triunfal pasa frente a la muerte atónita pero no tiene tiempo de temerla, dolerse, maldecirla.
Por qué cantas en medio de tanto espanto, preguntó la muerte al ruiseñor.
También el pajarillo se tomará su tiempo, muchos pensaran que no es su hora, tal vez sea ese el motivo de que acabara el aflautado trino antes de girarse y mirarla con el desapego y la insondable profundidad de la que solo las aves son capaces, y responder….
porque hay ruiseñores que cantan encima de los fusiles y en medio de las batallas.